EL CONSEJO DE DÉDALO
Tengo
12 años; es verano. Estoy enfebrecido de magia e influencia, angustiado por los
estrechos límites de mi mundo, impaciente por llevar una armadura y prestar
batalla sobre las ruinas de mi hogar a cualquier horda que otro quisiera
inventar por mí. Hago ruido al poner la máquina sobre la mesa. Todo el mundo
sestea en mi casa debido al calor y temo que mi padre salga de su dormitorio,
desnudo y enfurecido, sudoroso; pero no sucede.
La máquina está en la mesa dispuesta a tragarse un rollo
de papel y devolverlo escrito, pero tengo el mismo problema que antes. La
máquina hace ruido al escribir. Las piernas se me pegan al plástico con que mi
madre tapiza las sillas para que no se estropeen. Estoy seguro de que me
llevaré el plástico por delante cuando tenga que levantarme a mear, pero no
hago nada. Estoy delante de la máquina y espero. Quizá pueda no hacer ruido.
Pienso en las primeras palabras de mi historia, de la ventana que necesito para
salir de mi somera vida, y escribo una a una las letras, empujando suavemente
la tecla y manteniéndola presionada contra el papel de modo que este se
impregne de tinta.
Me parece jodidamente excitante, el calor y sudor bajo
las piernas, el silencio tenso de la casa, la sensación de aplastar la tinta
contra el papel, la responsabilidad de crear algo que no existirá jamás de no
ser por mí, sin pedir permiso de nadie. Puedo, realmente, escribir lo que
quiera. Soy una imparable mezcla de emperador y vagabundo.
Y un paquete de 100 folios me lanza gritos de futuro.
Tengo 16 años; es verano. El plástico de la silla bajo
las piernas es insoportable. La máquina de escribir es una metralleta del
infierno, pero mi padre está sordo y algo borracho. No creo que se despierte. No
creo que mi madre quiera volver a enfrentarme. Estoy furiosamente insatisfecho
pero lleno de belleza y temeridad. Estoy enfadado con todo el mundo, asqueado
del calor, con la espalda pegajosa, mucho más gordo que cuando escribí las
primeras líneas de mi vida. Estoy cachondo como un mono enjaulado y no puedo
evitar llevarme la mano una y otra vez a la polla, que recibe un pellizco de
alivio cuando aprieto. Antes de darme cuenta, necesito masturbarme más que el
agua y el aire.
De seguir así mi vida, no podré acabar jamás una novela.
Están empezando a desesperarme los párrafos que sirven para explicar lo que ya
no tengo deseos de explicar. Tengo doce ideas nuevas en mente saltando como
monos más cachondos y más encerrados que yo mismo.
Sintiéndolo mucho, necesito hacerme una paja.
Tengo 20 años; es verano. Los mortales dicen que la
resaca es algo terrible que te sucede después de invocar a los dioses del vino.
Yo, sin embargo, me encuentro satisfecho de mí mismo, dulcemente inspirado.
Mis
padres están decepcionados conmigo, como siempre. Cuando acabe el verano tengo
que recuperar toda esa parte ya podrida de la carrera que, en el fondo, sé que
no voy a terminar. El verano es como una tortura secreta en que me hago real
como nadie más puede serlo. Tengo tiempo, calor, recuerdos, todo es íntimo y
esperanzador. Puede suceder cualquier cosa y, efectivamente, sucede.
Estoy repasando ochenta páginas que escribí con 12 años.
Me pregunto si tengo la necesidad de empezar algo bueno cada vez que el calor
hace imposible la vida de los mortales. Me pregunto si no tengo otro modo de
estar en paz conmigo mismo. Seguramente reflexiono cosas que la mayoría de los
sabios de otras épocas dejaron para la vejez y eso me asusta y me hace sentir
ilusionado.
¡Qué mal escribía antes! ¿A quién estaría intentando
imitar? Ya no quiero imitar; quiero deslumbrar, pero me da la impresión de que
pienso demasiado rápido para el lector medio. Sin embargo, siento una angustia
repentina propia de los condenados a muerte. ¿Quién soy yo para escribir algo
memorable? Pero si no he vivido…
Me asomo a la terraza y me fumo un cigarrillo consciente
de que decepcionaré a mis padres si me pillan. En cualquier caso, son las cinco de
la madrugada y no tengo sueño. ¿Cómo puede un escritor llenar su hueco y el de
todos los que depositen en él su confianza? Tendré que vivir mucho, mucho más
de lo normal.
El calor es mi aliado, obliga a todo el mundo a alejarse.
Yo, sin embargo, estoy acostumbrado a llevarme días enteros sentado encima de
un plástico, sufriendo la misma vida por una frase mientras los demás duermen
al fresco.
Tengo 25 años; es verano. Desde que me prometí vivir
hasta hoy, me he sentado cientos de veces en el banquillo de los débiles. Me he
castigado el hígado, los pulmones, la nariz y la polla huyendo hacia delante.
Sí, he visto rayos c más allá de las puertas de Tanhausser, pero justo antes de
que me atravesaran las tripas.
Tengo amigos y enemigos por igual y comienzo a
darme cuenta de que el futuro no es ningún regalo. Quizá no esté esperándome
cuando yo llegue. Quizá no haya ningún futuro para mí.
Son las doce de la mañana y me tengo que ir al trabajo.
Retiro ropas del desorden de mi cama y me encuentro plantado delante del
ordenador, como si estuviese a punto de eructar un recuerdo importante. Tengo
que estar en el trabajo a la una, por supuesto, pero ¿qué es un trabajo, sino
un acuerdo entre partes que puede romperse en cualquier momento? Un trabajo es
algo que se puede elegir; sin embargo, lo que me está sucediendo en este
momento no se puede elegir. Estoy de pie, con la ropa en la mano, y acabó de
tener la mejor idea de todos los tiempos para un relato. Estoy llorando de
agradecimiento y, si me lo preguntas, de alivio al cerciorarme de que sigue
habiendo belleza en mi interior.
La ropa se cae de mi mano. Me siento en una silla
giratoria que yo mismo subí de la basura; estoy en calzoncillos y el contacto
con la piel falsa de la silla me hace predecir un nuevo tormento de calor,
sudor y pelos. Es algo ritual, parecido a un destino. Debo sufrir para escribir
algo jodidamente bueno. El ordenador zumba al encenderse y mi espalda
inmediatamente se perla de sudor. Sudor y lágrimas. Estoy mucho más delgado que
la primera vez que terminé una novela. Estoy menos enfadado. Soy menos valiente
y menos peligroso, y ya solo necesito que me sequen al sol para que alguien
juzgue si mi vida fue buena, porque siento que he dejado escapar muchas naves
ganadoras entre borrachera y borrachera.
Pero estoy de nuevo escribiendo en unas condiciones de
calor y sufrimiento que no están al alcance de otros mortales y sé que la
redención es posible, solo que ya no me queda más que una excusa para seguir
respirando, para justificar mi vida caótica y decadente y todo el perjuicio que
he ocasionado a mis seres queridos: ser el mejor, el más rico, el más valorado.
Si no es así ¿de qué ha servido este claustro de sudor y mentiras?
Tengo 34 años; es verano. Miro atrás y pienso que la
soledad y el calor han sido muy importantes en mi vida, tanto como lo son para
los carroñeros que aprovechan la debilidad de los depredadores, o para los
muertos, que habitan el lugar del que huyen los vivos.
Pienso que no he demostrado nada; o casi nada. Me he
enredado con actividades demasiado vitales y auténticas como para poder
dejarlas a un lado; soy padre, soy adulto. He agarrado brazos de personas que
estaban suspendidas sobre el abismo y que ya no puedo ni quiero soltar; he
jugado a los platos chinos con las obligaciones que van desde el amanecer hasta
la noche y he dormido cinco horas al día para poder sentarme delante de un
ordenador a terminar algún proyecto, la envergadura de otro Ícaro, otro
visitante para el sol inmisericorde. Y pienso si no podría haber tomado algún
atajo que me llevase a ser un padre y un adulto que pudiese ganarse la vida y
el techo con lo que escribe. ¿Dónde perdí el tiempo? ¿Qué hice mal, yo que he
crecido escribiendo, he respirado para poder seguir pensando, he experimentado
para cortar y pegar y engrandecer todas mis ideas? ¿Será que me ha tocado
tumbarme a la sombra como hacen los leones?
No lo sé. Jamás acepté un consejo de Dédalo.
Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo.
Hace tanto tiempo que gané el último premio literario que ya casi me parece
como una de esas anécdotas que inventaba para alterar a las damas y los
caballeros en las reuniones de acera. He pasado por encima y por debajo de
trabajos que humillarían a un escriba sin orgullo. Ni siquiera he sido nunca el
mejor escritor del panal donde ahora cuelgo mis gotas. Hace veintidós años que
comencé mi primera novela. Hace nueve años que reté al mar y a la luna para que
me tragaran si yo no estaba llamado para la gloria. Entonces ¿dónde me puedo
agarrar, cómo puedo seguir justificando el aire caliente que respiro?
Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo.
Soy un pájaro muerto que sigue picando el asfalto.
Podríais meterme en un coche y ponerlo al sol, podríais envolverme en un
sudario de plástico, podríais quitarme la pluma y el papel y darme un cuchillo
y señalarme la piel de la barriga como lienzo, y yo seguiría escribiendo. Como
siempre he hecho, cuando todos se acuestan, cuando todos se rinden, cuando
todos se ríen, cuando todos me dicen que estoy demasiado cerca del calor,
cuando parece imposible que me levante de mi última caída, cuando me despiden
amablemente de algún sueño, cuando tengo que inventarme la hora veinticinco del
día y llega una enfermedad y me la roba, cuando se quedan callados todos los
oráculos.
Escribo.
En la duda y la miseria.
Escribo.
En
el tiempo que otros emplean en querer y ser queridos.
Escribo.
En este claustro solitario de sudor y mentiras.
Yo escribo.