Lorena y Carlos aguardaban
su destino cogidos de la mano. Desde la cúspide del edificio, habían visto
esconderse al mar minutos después del impacto. Quedaron al descubierto las
rocas rebosantes de cangrejos, miles de peces fueron expuestos al sol, los
barcos hundidos, a millas de distancia, vieron de nuevo la luz del día; madera
y acero de cementerio; una cronología de los fracasos del hombre. El rumor de
la marea en retirada era tal que se transmitía por la tierra, por los cristales
y las vigas.
Luego dejó de oírse.
Él insistió en que debían, al menos, intentar sobrevivir.
Ajustó el arnés de Lorena y el suyo propio a las dos enormes antenas que
coronaban el edificio, a quince pasos de distancia la una de la otra. Pidió a
Lorena que, cuando llegara el momento, se encogiese por debajo de la altura de
la barandilla, que se agarrase al metal con brazos y piernas, y que ni se
atreviese a levantar la mirada. Luego se ancló a su antena y quedó de pie.
Quedaron de pie esperando a que el mar volviese.
Comenzaron a notar de nuevo aquel rumor, más intenso,
premonitorio. El sol de la tarde, de repente, quedó tapado por la línea del
horizonte; solo que no era el horizonte. La ola viajaba a tal velocidad y era
tan alta que empujaba el aire como si se tratase del poniente. Su sombra
sepultó a los barcos naufragados. Su enorme mole comenzó a comerse la orilla.
Los cálculos no habían sido del todo exactos; aquella ola
era dos veces más alta que el edificio.
Carlos se agachó y miró en dirección a Lorena. No
ocultaba su cabeza; no se agarraba a la antena. Se soltaba de su enganche para
correr hacia él, para intentar darle un último abrazo porque sabía que no iban
a salir con vida. La azotea se llenó de espuma, de oscuridad, de ruido. La mano
de ella estuvo a punto de tocar la mano de él.
La ola golpeó el edificio.
El cuerpo de Lorena salió despedido a una velocidad
insoportable para cualquier tejido. Su cuello, espalda y cadera se quebraron a
un tiempo; desapareció de la vista de Carlos. Por un momento, el hombre pudo
ver el túnel de vació que formaba su propia silueta en el agua, antes de sentir
dolor ni asfixia. Solo notó cómo su cuerpo se plegaba sobre la resistencia del
arnés y luego salía despedido. No tenía pecho, no tenía voluntad ni esperanza.
Tragó agua a la primera oportunidad que tuvo. Volaba tan rápido como el más
rápido de los pájaros, los huesos destrozados, la piel descarnada, los órganos
internos aplastados… de Carlos solo quedaba un reducto de conciencia y la visión
de uno de sus ojos.
A través de ese ojo, mientras su cerebro moría por la
falta de oxígeno, pudo ver que todas las maderas, metales y cristales de la
ciudad se levantaban y bailaban junto a él, los cuerpos de los peces aparecían
como sombras chinescas de telas arrojadas a un ventilador y el azul del mar se
volvía tan insoportablemente vivo que no habría tenido cabida en la mente de
ningún pintor, por loco que estuviese.
La ola sepultó la ciudad y siguió hasta tragarse la inmensa
mayoría de las ciudades cercanas. Arrastró con tanto poder que puso al
descubierto los sedimentos más olvidados de anteriores eras geológicas. Convirtió
la vida en fango y se llevó el fango en su carrera, y al cuerpo de Carlos, separado
de Lorena, inerte, frío, fácil, muerto y solitario en aquella muchedumbre
arrollada.
La ola siguió avanzando con mayor lentitud,
ocasionalmente animada por olas menores que eran sus réplicas, pero su impulso
se acabó distribuyendo por toda la superficie del nuevo mar, estableciendo los
límites de su fuerza, y después cesó.
El cuerpo de Carlos llegó a un país que nunca quiso
visitar y permaneció bailando de un remolino a otro mientras los peces que
habían sobrevivido despertaban. La superficie del mar comenzó a llenarse de
cadáveres. Los trozos de civilización que eran más densos que el agua se
hundieron para formar parte del sedimento marino. Los que eran menos densos
hicieron compañía a los muertos, a lo ancho y largo del mundo.
Después, el hueco que el meteorito había dejado en el
océano se revolvió como un leviatán para reclamar su volumen. El agua comenzó a
retroceder con mucha mayor lentitud que en el avance. Los remolinos perseguían
a las olas de recorrido inverso y levantaban de nuevo el fango desde el fondo
hasta el sol. Un centenar de gaviotas echó a volar, huyendo del lomo de una
ballena muerta que empezaba a viajar demasiado deprisa.
El cuerpo de Carlos, al igual que los remolinos, los
peces y la escoria del mundo, seguía a las olas de sentido inverso adonde
tuvieran que llevarlo.
Las tierras emergían con el paso de las noches y
permitían que el sol alumbrase los restos del desastre. Había algas agarradas
en rocas de lo que antes había sido un desierto, monstruos de las profundidades
empalados en los esqueletos de los edificios, campos pelados cubiertos de peces
que saltaban, moribundos, hacia cualquier charco.
El agua volvía al mar después de haber salado la tierra
entera. Los árboles quedaron como astillas enormes diseminadas en puntos
incoherentes. Muchos cuerpos fueron devueltos al suelo. No el de Carlos, que
encontró acomodo en una azotea. Tendido como un trozo de tela, sobre los restos
del que había sido el edificio más alto de la ciudad, el cuerpo comenzaba a
secarse al sol.
A su lado, flojo, abandonado y roto, estaba el cuerpo de
Lorena, depositado igualmente después de días y días de viaje. Aquellos dedos,
recios, pintados con el color de las cosas muertas, tocaban sus dedos. Ambas
cabezas miraban al sol y el ojo de Carlos, todavía abierto, reflejaba con su
tranquilidad inerte el paso de las nubes y de las furiosas gaviotas. Desde un
plano cenital casi parecían novios que paseaban cogidos de la mano.