—¡Están vivos, padre, están vivos!
El
carnicultor abrió un solo ojo y vio a su hijo vestido con el luto que él nunca
llevó, radiante, el sol del amanecer clavado en unos iris que parecían de
cobalto.
—Me
estoy meando —respondió—. Ahora voy.
«A saber qué majadería habrás visto».
Su hijo
no se movió de la habitación mientras el orinaba, se lavaba la cara y se
vestía. Sonó el despertador. «Me has robado diez minutos de sueño».
—Abel
siempre fue el favorito de nuestro Señor. Se lo dije, padre.
—Papá
—lo corrigió, con bastante poca esperanza. Luego añadió—: ¿Qué dices de que
están vivos?
—La
aberración que cultivamos en nuestras tierras, padre.
Fueron
a la planta baja. El carnicultor cogió una manzana y la agarró con los dientes para
ponerse un sobretodo de franela. Su hijo no se abrigó; le gustaba tiritar,
sufrir pequeñas molestias en general, aunque no manejar la mochila de plasma ni
tampoco quitar la mala hierba.
El
carnicultor abrió la puerta corredera del invernadero, vio y oyó lo que allí
había sucedido y se sentó sobre los talones, las manos tapando su boca. La
manzana cayó al suelo.
—Se lo
dije, padre.
La
carne cultivada había sufrido un crecimiento espontáneo durante la noche, pero
no en sombrillas de músculo y piel, como estaba diseñado que hiciera. Habían
crecido brazos cuyas manos tanteaban el suelo y los palos de guía. Había
algunos bultos florecientes cubiertos de pelo, liso o rizado. Vio un pectoral
en el centro de todo aquello con una boca torcida que gemía. Otros gemidos
surgían de rincones a los que no llegaba su vista.
—El
Señor no querrá que comamos carne sin que eso sea un sacrificio en su altar.
Notó el
aliento de su hijo cerca de la oreja y también dentro de la nariz.
—Caín
solo llenó su cesta con verduras.
—Pero
Caín mató a Abel —respondió el padre al tiempo que se incorporaba.
Su hijo
retrocedió, espantado, amenazado, los dedos cerca de la corbata.
—¿Qué
quiere decir, padre?
El
carnicultor frunció el gesto y se secó las mejillas. La carne seguía gimiendo.
Cabeceó y finalmente sonrió y volvió a mirar a su hijo.
—Nada
—respondió—, pero hoy aprenderás a manejar la cosechadora. No te robaré esa
gloria.
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